sábado, 16 de marzo de 2013

CARGADAS DE FUTURO



Esta semana no he cumplido con mi compromiso respecto a esta publicación.

Dicho compromiso consiste en un acuerdo interno, que firmé en un despacho situado en un lugar muy presente de mi cerebro, y que, en lo general, viene a constituir un código ético simple —intentar cumplir con la palabra dada— y, en lo particular, lo que atañe a esta bitácora, exige respetar un cronograma, unos límites de tiempo entre artículo y artículo, y una puntualidad respecto a las fechas de publicación.

En teoría, puedo saltarme dicho acuerdo siempre que quiera ya que soy mi propio jefe y, al ser el autor, estoy en mi derecho de no procurarme una carga de trabajo añadida a la obligada, a la del día a día remunerado, a la de la columna del sustento de mi familia.

¡Vamos! Que si una semana fallo, no escribo, no interpreto lo que he sentido y no doy mi opinión; tampoco va a pasar nada grave ni se me va a echar de menos.

Pero la realidad es otra. La realidad es que el principio del que nace la confianza se apoya en la certificación de lo acordado, de lo ofertado y de lo propuesto. Por lo tanto, si deseamos ser queridos o requeridos, debemos intentar cumplir con esa palabra dada ya sea a un dios, a un diablo o a uno mismo.

De manera que, para justificar este incumplimiento, este retraso, os contaré qué me ocurre:

Se trata de algo interno, de un mensaje de alerta subconsciente avisándome de que, más pronto que tarde, voy a perder el camino que me había impuesto. Ya sabéis: destapar mentiras al enfrentarlas a la lógica sencilla de las ciencias, de las letras y del sentido común.

El texto que publiqué la semana pasada, titulado “Etcétera”, sus números positivos, y el saber que soy escritor y no periodista; me han indicado un cambio de rumbo en la línea editorial de “Mentiras y desacuerdos” para conducirla hacia el relato breve, hábitat literario al que he dedicado mi obra publicada, sin abandonar por ello la crítica y la reflexión en las temáticas que aborde en cada texto.

La motivación de este giro en la ruta también recae en algunos acontecimientos ocurridos esta semana.

Y es que, tras asistir el domingo pasado a la representación de la obra “Visiones de Margarita de Navarra”; tras ver a los estudiantes universitarios manifestándose unidos contra una ley y un ministro que nunca se ha planteado cómo le tratará la historia educativa y cultural de este país; y, finalmente, tras recibir con entusiasmo las noticias de la sentencia del tribunal bruselense, resguardando al ciudadano de las prácticas de la banca; tras todo esto, como digo, he decidido transformar mi cabreo, evitar que me lo conviertan en algo crónico, y transmitir desde la necesidad de seguir luchando, un mensaje de esperanza en lugar de un mensaje airado y triste. Creo que esta transformación la lograré con mis relatos y no con estas opiniones que, al ser escritas, creaban un circuito cerrado de acritud e iban condicionando mis propios puntos de vista sobre la vida.

No obstante, para tomar esta decisión, he tenido que aguardar y, así, comprobar si ciertos fulgores en el ánimo se correspondían con la realidad.

Vayamos por partes:

La asistencia a la representación de la obra “Visiones de Margarita de Navarra”, me transmitió tal cúmulo de sensaciones respecto a lo que significa la cultura o, mejor dicho, a lo que significa el fervor por el hecho cultural; que terminó por bañarme en un aura que, hoy por hoy, contradice la línea oscura que estaba acusando en mis opiniones.

Sin entrar en una descripción de la obra pero aplaudiendo la brillante adaptación de un texto complejo a la hora de llevarlo a la escena; lo que me ocurrió fue que, ante el derroche de imaginación vertido en este teatro de linaje clandestino, descubrí —una vez más a lo largo de mi vida— que la manifestación artística siempre se abre paso; es imparable.

Aprueben la ley que deseen, quemen los libros que quemen, secuestren y ajusticien a quien quieran; la cultura brota y, cada escombro con intención de tumba, cada rescoldo con intención de incendio y cada sangre con intención de silencio; se convertirán para ella en abono vivo, vigoroso y virulento. La cultura, y su manifestación, es un valor que realmente atañe al alma, a la espiritualidad del individuo, desmarcándose de cualquier connotación religiosa pero en lucha continua por mantenerse eterna.

"Si desaparece el hombre, cantará el tigre", me dije al salir de la sala, afectado por un brote repentino de mi propia filosofía samurái.

Y, de pronto, me sentí feliz.

Días después, el 14 de marzo, los estudiantes universitarios se echaron a la calle exigiendo el mantenimiento de sus derechos —los cuales, no lo olvidemos, son los derechos de todos— y manifestándose en contra de la ley de este filibustero político que es el ministro Wert.

Debo aclarar que no pretendo insultar al ministro al llamarlo filibustero. Para ello, distinguiré este oficio de ese otro tan mitificado que es la piratería. Y es que también se denomina filibustero a aquél cuyo ejercicio es la obstrucción política o la estrangulación, como gestor, del futuro de un estado. Todo ello abalado por la mente preclara de un presidente al que, como le permiten fumar puros en su despacho, no se asoma a la ventana para ver qué están haciendo sus validos con aquellos a los que deben proteger y de los que emanan los poderes del estado.



La educación, la cultura y el deporte, en su categoría pública, no pueden poseer un carácter recaudatorio. Y esto no sólo debe quedar claro, debe aparecer en nuestro ideario como un principio cristalino: si existe un factor discriminatorio —aún más en tiempos de crisis— es el dinero, la economía familiar, lo que los padres pueden aportar para garantizar la regeneración educativa y cultural de sus hijos.

Con esta ley, sabemos muy bien quienes van a ser los privilegiados que van a poder permitirse dicha continuidad; no podremos todos, podrán sólo ellos, los que se han empeñado en repetir su historia porque en esa historia suya unos pocos se lo pasaron muy bien y una gran mayoría lo pasó fatal.

Y recordemos, para finalizar, que la igualdad está garantizada en ese manual de uso, al que tanto se recurre en política cuando conviene, que es la Constitución Española. Se lee en el primer párrafo del artículo primero. No hay que irse mucho más atrás para buscarlo. De manera que esta ley es inconstitucional a todos los efectos y debe paralizarse luchando en la calle, sin descanso, y en los tribunales, cuanto antes.

Ver la movilización, y su convocatoria en las redes, me trajo al paladar el sabor de lo correcto. Porque ante la regresión impuesta nadie puede permanecer inmune, nadie puede permanecer callado, nadie puede permanecer sentado. Sed todos conscientes de lo que está en juego. Si no continuamos la protesta se hará realidad aquella analogía que convertía los libros en ladrillos.

Acto seguido llegó la noticia. La historia grande de los acontecimientos y, a su vez, lo que tiene de histórico la sentencia. Llegó más esperanza y más vida desde un tribunal de Bruselas.

Un tribunal, tan europeo como alejado de España; con reglamentaciones que son de todos los europeos pero que, al parecer, sólo afectan al ciudadano extramuros; con otra justicia que no es la justicia que nos dan aquí; se había determinado por crear jurisprudencia en la defensa del ciudadano español, le había pegado un corte de mangas a la banca, a los gobiernos de derechas presentes y a los de izquierda pasados. Un corte de mangas que me supo a la sal agridulce que esconden las lágrimas.

Y entonces, según escuchaba la noticia, la leía en las redes sociales, en los periódicos y, más tarde, en los noticiarios televisados; sentí una fuerza que no se correspondía con mi tamaño de grano de arena.


Sentí que cada vez que he escuchado la frase “Sí se puede” en las manifestaciones, había detrás un empuje real y no sólo verbal. Pensé que el esfuerzo de un único ciudadano, de origen marroquí, había paralizado el desahucio de cientos de familias en España. Es más, a ese ciudadano, al que tantos deberemos tanto, lo vi alegre y emocionado por una victoria que no lo ha salvado a él, que no lo ha librado de la pérdida de su domicilio y que no lo ha perdonado del infierno que le espera tanto a él como a a su entorno. También dediqué un pensamiento a los salvapatrias de ideologías fascistas. No pude imaginar cómo justificarán sus planteamientos a la hora de beneficiarse de esta sentencia. Cosa que, sin ninguna duda, terminarán por hacer.

Y me pregunté que, si la lucha y la constancia de un ciudadano había materializado semejante gesta, ¿qué no podremos hacer entre todos si no nos damos por vencidos? ¿qué no podremos lograr si día tras día, con cada despertar, el primer pensamiento que nos viste es la lucha contra los injustos, contra los mentirosos, contra los timadores? ¿qué no podremos cambiar en contra de los que nos convierten en campo de experimentación, en meros números, en puntitos que, vistos desde la altura de una noria, interesan bien poco, o absolutamente nada, a quien sólo busca el beneficio por encima de las posibilidades de este hogar llamado tierra?

Y una vez más, en una semana, me sentí feliz.

De manera que, ante tanto sentimiento positivo, me volví a poner una vieja cazadora que guardo de otros tiempos (una prenda que de una manera singular terminó por convertirse en un símbolo de unión y amistad), miré mi edad en el espejo, sonreí —joven una vez más, cambiante una vez más— y recordé que, como la poesía, si no decaemos, si tomamos conciencia del poder democrático que tiene el pueblo y que no sólo se expresa en las urnas sino en nuestra cultura, en las calles y en los tribunales; seguiremos siendo unas armas cargadas de futuro que las otras armas, esas que poseen los de siempre, no pueden ni saben detener. 



miércoles, 6 de marzo de 2013

ETCÉTERA


Cercanos, despertaremos y habremos perdido las sorpresas. Nombraremos palabras como bostezos y la cortesía buscará en las mejillas el anticipo de un beso. Nos quitaremos el pijama común y, camino del baño, nos olvidará el deseo.

Vacíos, ampliaremos la soledad del sueño languideciendo entre el retrete y la ducha tibia. En el espejo destruiremos la realidad para esconder el recuerdo y, siendo más viejos, pretenderemos ser nuevos.

Antiguos, prepararemos un desayuno escueto, prestaremos más atención a la espiral del café que a nuestra pareja de turno, y nos restaremos un día antes de llevarlo a buen término.

Uniformes, saldremos a calles recién instaladas. Aceptaremos que nuestros vecinos simulen su alegría como nosotros simulamos la nuestra. Caminaremos rápido para que el reloj llegue tarde y viajaremos lentos para darle alcance.

Infinitos, transcurriremos en los despachos neutros. Esperaremos y daremos paso según indique la sección de lo válido. Susurraremos los viejos sermones y marchitaremos la furia como un reflejo extirpado. 

Inertes, nos recogerá la noche. Apagaremos las culpas entre las drogas legales. Espiaremos la verdad de los vecinos, del mismo modo que ellos espiarán la nuestra, y regresaremos a la celda con la ración apropiada.

Caducos, ingresaremos en el hogar que nos robó el sueño. Ficharemos el beso de nuestra pareja de turno y rendiremos silencio ante un noticiario ocupado.

Postrados, seremos dioses un minuto antes de instalarnos el pijama. Con un bostezo esculpiremos un amor desvanecido y, resignados al fracaso, rezaremos un etcétera de contrición por lo perdido.

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