La borrasca persevera y confunde el paso del tiempo.
Convierte la vida en el interior de la mansión en una monotonía de claroscuros,
en un ir de noches negras y un venir de días sombríos. El amanecer no irrumpe, se
desliza sobre la luz del sol y lo estaña hasta que del astro sólo queda el
síntoma, su oro sucio, su disimulo. La lluvia abanea su son de pandereta entre
truenos y ventoleras. Arrulla pesadillas dentro y fuera de la vivienda. Su
cadencia de plaga se desbarata en los cristales, chapotea mínima en los barrizales
del jardín, tañe grave en la lona de las tiendas de campaña.
Desde el ventanal del dormitorio de Don Antonio, entre
los penachos orquestados de los cocoteros, se logra distinguir el Caribe en su
lejanía. El horizonte lo clausura con esta nubosidad rotunda que nos envuelve, que
preña tristezas en el ánimo de los supervivientes y que seduce las armas
calladas de los verdugos. Oficiales y soldados aguardan nuevas órdenes mientras
la inacción se extiende. Sus silencios se alargan diluidos en el vacío de los
últimos días. La mansedumbre se enrosca en el filo de las miradas y la sed de
victorias tensa el aire en los pulmones.
Hace una semana, harto de aguardar obligaciones y
con el fin de evitar pensamientos inesperados en la tropa; el mando dispuso la
restauración de pasillos, salas y habitaciones. Como el acuartelamiento parece
que será largo, resulta vital que los hombres duerman secos y bajo techo. Por
este motivo se pretende recuperar el aspecto anterior al ataque imaginario de
los habitantes de Terreno, esa sublevación de ladrones que se dedujo del
extraordinario deterioro de la casa.
La tarea, como era de esperar, ha recaído en los
soldados de reemplazo. Desde las seis de la mañana desempeñan las funciones requeridas
para el zafarrancho de la casa. Con un celo insospechado combaten el quebranto de
la arquitectura que, por empeño de su dueño, recreó atributos coloniales en
tiempos de rascacielos. Las herramientas, abandonadas en el garaje desde que se
diera por terminada la construcción, han recuperado su empleo. Mazas, escoplos
y cepillos derriban lo inservible y limpian lo podrido; paletas, espátulas y
llanas picotean paredes, raspan papeles pintados y enyesan desconchones.
Destornilladores, alicates y grifas se encargan de fijaciones y goteras
mientras guías, cables y clemas hacen lo propio con la vetusta instalación
eléctrica. Junto a bidones de pintura blanca, las lijas, los rodillos y las
brochas aguardan a que el temporal conceda una tregua.
Según estos muchachos se aplican a las diferentes labores, se los escucha
silbar y tararear viejas canciones de amor. Trastocan las letras, las erotizan,
las aberran. Cuando la fantasía sexual se manifiesta como apetece, cuando lo
que se canta llega a ser obsceno, la variación se contagia hombre a hombre provocando un jolgorio que circula
por estancias, por pasillos, por escaleras. De este modo, la risa culmina en carcajada, en fracciones exactas de sus pecados, en la afirmación gutural que oculta la culpabilidad de la conciencia. Risas y carcajadas que los limpian como si ninguno hubiese cometido un
crimen jamás, como si todos ellos aún conservaran su inocencia.
A la hora del rancho, pese a haberse organizado en
cuadrillas atendiendo a las diferentes capacidades, se sientan todos juntos en
las bancadas que se han dispuesto en el comedor. Discuten sobre los procesos y
los métodos empleados, sobre las carencias de la obra y sobre cómo subsanarlas.
Cuentan historias y anécdotas con las que pretenden dar categoría a sus
conocimientos sobre el tema que origina cada debate. Hablan de cómo hacía las
cosas el padre de uno o de cómo las mejoraba el abuelo de otro hasta que, sin
darse apenas cuenta, van entremezclando el recuerdo de lo práctico con el
recuerdo de los detalles importantes. Surgen así conversaciones sobre madres, esposas,
novias e hijos. Sin remedio, los retratos que cada joven soldado porta de sus
seres más queridos terminan pasando de mano en mano, de compañero en compañero,
de mutismo en mutismo. A las tres de la tarde vuelven a la faena, a las
herramientas, a su arte de pieza y engranaje que, si bien brillaba, cantaba y
reía por la mañana, ahora, calla y se herrumbra. A las seis de la tarde se les
ordena dejar el trabajo y cambiarse para formar durante la arriada de bandera.
En algún lugar del mundo se pone el sol y, en Terreno, la noche se nos echa
encima obstinada en esta borrasca que confunde el tiempo de todos, que concluye otro día de la vida de todos. Tras la cena me introduzco en el dormitorio de mi paciente, me cuido de su limpieza y necesidades, intento que calme su gesto desbocado y comienzo a escribir pronto, sin madrugones, sintiéndome más a salvo que en mi propio dormitorio. Prosigo por tanto en esta noche en que, como ya habrán comprobado, les he descrito cómo van las obras de la mansión y cómo van los ánimos de sus tropas... aunque intuyo que a ustedes poco les interesan todos estos
pormenores.
En realidad a ustedes no les interesa apenas nada de cuanto les escribo.
Aguardan exasperados porque no cejo en lo literario,
porque no voy al grano y porque vislumbran que cuando lo haga no les va a
gustar ni el grano ni la paja. Anhelan que les dé cuenta de mis
descubrimientos. Ruegan por saber con certeza qué pasos he dado durante el
intervalo, durante este movimiento de piezas que transcurre desde mi presente como
escritor —innato en cada letra de esta carta—, hasta su presente como lectores.
Una distancia de días, de meses, de años… Una distancia que
constatará, sin remisión, que lo que les cuento ya ha ocurrido, que forma parte inamovible
del pasado. Una distancia que les incapacitará para detener mi ataque pues, ahora
mismo, mientras se detienen en esta coma, mi ataque se transforma en intriga, impide que salten
estos párrafos, impide que esquiven el orden de las páginas. ¿Quién sabe? Quizá, en
cualquiera de ellas, o en ésta mismo, o antes de llegar al siguiente punto y aparte, se
esconda el error de mi celada; quizá mi trampa se active cuando ustedes lean; quizá no suceda nada de nada.
Díganme, ¿podrán impedir que ocurra lo ocurrido, que ocurra en su mañana lo que les escribo en mi hoy? ¿Qué hacer después de este momento mío, de este
instante de Don Antonio, de sus soldados y oficiales, de las víctimas que son
ahora y que, mucho antes de leer esta carta, según decidan ustedes en mi hoy, podrán ser o no ser mañana? ¿Qué hacer, insisto, cuando ustedes descubran en este momento suyo, en este
instante de lector, que no pueden sujetar el vendaval en que me he convertido;
que no pueden negociar conmigo porque tal vez ya me haya muerto yo solo o me hayan
matado ustedes mismos?
No deja de ser curiosa la argucia que esconde este limbo
de las cartas, este espacio por el que ustedes viajan, por el que viajo yo, por
el que viaja la verdad desde el tiempo de Terreno hasta el tiempo indeterminado de ustedes, hasta el tiempo en que leen cómo me las he apañado para condenar su recuerdo y el futuro de su simiente. Desde esta historia de Terreno que surgió antes de mí, antes
de que ustedes llegaran a la isla con todo su dinero, y antes de que la pieza fundamental de toda la operación en España, Don Antonio Manrique, les pidiera cobertura para
borrar su rastro. Don Antonio Manrique, el hombre al que, como les vengo
contando, algo le ocurrió, en ese instante preciso de las diez y quince minutos
de la mañana, que originó en mi paciente, tras telefonearles con su amenaza,
una eclosión de llanto inmediato, irracional e irrefrenable. Sí señores, él, que tantas
veces se vanaglorió de su capacidad para evitar la ostentación del lamento,
comenzó a gimotear, a llorar y a gritar sin pausa ni descanso hasta tal punto que, ya en sus sueños,
ya en sus despertares, la agonía de Don Antonio resonó, se extendió desde la
mansión y, al igual que las canciones de amor que retuercen los soldados,
llegó aberrada a los hogares de todos infectando de tristeza ya nuestros días,
ya nuestras noches, ya la totalidad de la jornada.
En un principio no se dio importancia a semejante
efecto. Llorar y gritar cuanto se quisiera, al ir notando en los huesos la hora de morir, era costumbre arraigada en la gente de Terreno. Este hábito, y su
trasfondo práctico, lo extrajeron de las actitudes de un desertor soviético que
llegó al pueblo disfrazado de religioso, allá por el invierno de 1962. No imaginaba aquel
hombre que su disfraz, lejos de salvarle la vida en los caminos, iba a culminar
con la que se considera la primera intentona de asesinato en la alargada
población de Terreno.
No viene al caso describir cómo el disfraz hizo al clérigo.
Baste con decir que el soviético, con el único propósito de dar mayor
credibilidad a su artificio, a nada que aprendió cuatro frases del idioma, pretendió
instaurar mandamientos divinos donde nunca había interesado más ley que aquella que emanaba de la propia naturaleza, de la misma tierra, de la necesidad inmediata
de los seres humanos y las bestias. El falso cura lanzó sermones en contra de
la promiscuidad incandescente que tanto divertía a sus nuevos e incultos
feligreses. Con sus nuevas palabras despotricó del juego, de las apuestas de la
gallera, del uso del ron en las fiestas y, para colmo y remate, de la desidia
de aquellos que, habiendo superado pruebas imposibles, sesteaban la vida y
disfrutaban de sus muchos placeres.
Tamaña insensatez provocó una repulsión lenta, cocinada
en todas la brasas, servida en todos los hogares y fogueada en todos los lechos.
Así hasta que las mujeres de Terreno, en una noche de ardores, viendo que los
hombres comenzaban a amilanarse ante infiernos eternos; que los apocalipsis
equinos limitaban la oportunidad del sexo; y que el purgatorio no mejoraría aquella
gloria de vivir como a uno le viniera en gana; decidieron salir en batida
nocturna, echar al clérigo de la choza que él mismo se había construido
junto a la playa, y proceder a darle un susto con forma de linchamiento.
Lo sacaron del jergón sin la oportunidad de que
tomase sus ropas. Lo maniataron y lo condujeron, divertidas con su broma y
escarmiento, hacia el lugar de la playa donde recibiría castigo. Las mujeres de
la delegación inglesa hicieron honores de verdugo. Prepararon el cadalso con
una chapa de zinc y una banqueta, eligieron rama de donde colgarlo, probaron
que el grueso nudo no corriera y colocaron antorchas al pie de la silla para
dar al acto la teatralidad necesaria. Y fue por culpa de las antorchas y su luz
que la algarabía de la broma transmutó en un silencio que, siendo de admiración,
cumplió veces de respeto funerario. Allí, subido a la silla sobre la chapa de zinc, mientras
pedía clemencia completamente desnudo, se encontraba el hombre más agraciado y
mejor dotado para el amor que se recordara en el pueblo.
A regañadientes continuaron con el embromado y, cuando
la soga le abrazó el cuello, éste comenzó a gritar, a llorar, a renegar de
Cristo y a cantar “La internacional” en un idioma desconocido, suave y dulce que
a todas encandiló. Una vez terminado el canto promulgó, festejándolo con grandes
lágrimas, el que sin duda fue su mejor sermón. A voz en grito exclamó que no había en el mundo amor más
saludable que el que se practicaba en Terreno; que no había mejor juego que el
que creaba familias como premio; y que la existencia sólo tenía sentido si
podías detenerte a contemplarla. Luego calló y se entregó a su sentencia. Un aire socarrón recorrió las sonrisas de las
mujeres y el corazón de todas ellas susurró un amén embravecido.
Salvó así la vida el falso cura, colgó la sotana que
nunca le había pertenecido e inició una breve carrera como cantante en los
hoteles. Canciones y gracias naturales devinieron en tal profusión de amantes que el pobre hombre terminó
muriendo, de puro paroxismo, un mes más tarde de su linchamiento.
Se sacó en conclusión de toda aquella peripecia que gritar,
llorar y despotricar es lo mejor que uno puede hacer al finalizar la partida
vital. “Te haya ido bien o te haya ido mal, cuando sientas que se te viene
encima la señora, grita como un cura y te irás más contento”, comenzó a decirse
en Terreno según fue conociéndose la historia del linchamiento. Con los años de
práctica, y viendo que la costumbre ayudaba en mucho a las personas, se aceptó
el griterío de los moribundos como un auténtico cantar a la existencia. Irse en
silencio significaba consentir que la vida te mandara a callar y, ya que al
final se salía siempre con la suya, mejor llevarle la contraria hasta el último momento.
Sí, lo de gritar al morir era un gran acierto y por
eso, tratándose de Don Antonio, supusieron su muerte y dejaron que se desgañitara
en paz. Nadie, salvo yo mismo, se preocupo en visitas y consultas. Ya bastante
lo habían sufrido todos en vida como para no ahorrarse su muerte. Total, el
enfermo había construido su guarida de ogro rodeada de un muro cuya función no
era otra que la de emparedar y emparedarse, alejar y alejarse de la población y
su destino. Bien empleado le estaba que muriera como quiso vivir, más solo que
la una.
¿Cómo imaginar que la jauría de perros,
entrenados por él mismo para guardar lo que ya no quería nadie, iba a
constituirse en coro nocturno del sufrir de su amo? ¿Cómo intuir que la síncopa
interminable de aullidos, contagiada a cualquier animal rugiente, mugiente y
silbante, terminaría por desvelarnos a todos? ¿Cómo adivinar que las
habilidades esotéricas de un santón haitiano terminarían por descubrir que el
manantial de semejante alboroto de fieras, bestias y pájaros era el llanto de
Don Antonio?
Fuera como fuere, bastó con que el santón señalara a
Don Antonio para que, al tratarse de un hombre tan poco querido, pronto se
diera amplia cuenta del último castigo que éste deseaba imponer a Terreno. Los
muchos vecinos y criadas que le odian y le odiaron; concertaron una solución
pagana para este hecho tan poco probable.
Sangraron gallinas, fumaron cigarros y escupieron ron
sobre fuegos y ascuas hasta que del llanto cesó el sonido aunque no el gesto.
Puedo asegurar que, quizá por perseverancia y hartazgo de los vecinos, a Don
Antonio le encontraron un destino en ese inframundo de creencias que anudan lo
vivo y lo vivido, lo muerto y lo sagrado. Y lo puedo afirmar, yo que soy hombre
de ciencia, porque no hace ni mes y medio procedí a reconocer a mi paciente con
carácter de urgencia, alarmado porque el silencio, de buenas a primeras, había
recuperado su lugar en las noches de Terreno. Al llegar a la finca, por primera vez en los muchos
años que me encargué de su salud, de sus registros y de sus cuentas; me
encontré el acceso abierto y sin vigilancia. No ladraron los perros ni piaron
los pájaros. Todas las puertas de la casa permanecían abiertas también y,
también por primera vez, me permití el lujo de traspasar el umbral sin
anunciarme ni pedir permiso. Recorrí los pasillos y subí las escaleras que
conducían al dormitorio de Don Antonio. Percibí esa presencia de los años vividos que arraiga en
los hogares cuando son abandonados, que se
resiste a partir por mucho que lo hayan hecho sus moradores, que se
aferra a ventanas y visillos, a maderas y metales, a rectas y a esquinazos hasta que, en su agónica añoranza, termina por sacar de quicio toda la casa; ese
misma presencia que había tomado con premura el uso de sus artes y que, sin duda, estaba empeñada en que toda la mansión se viniera abajo.
La habitación de Don Antonio resultó ser la única
pieza de la planta de dormitorios que permanecía cerrada. Giré el picaporte con
la prudencia de un ladrón, abrí la puerta y permití que la luz del exterior se
me adelantase rompiendo la negritud opaca que dominaba la estancia. El torrente
luminoso se arrastró rápido por la tarima del suelo, reptó por las paredes, por
los ventanales clausurados, y finalizó su recorrido en la mosquitera que se
vertía desde el dosel de la cama. Tras ella se encontraba el dueño de la casa,
en silencio, encogido sobre sí mismo como cuando lo descubriera aquel primer
día en que se le manifestó la conciencia. Constaté que su dolor
secreto, en lugar de ceder, insistía en dañarlo. Aquel hombre arrogante y
despiadado boqueaba como quien intenta desahogarse las entrañas y persistía en
su llanto sin emitir gemido alguno. De forma definitiva, Don Antonio Manrique
—su compañero de aventuras— se había quedado mudo y con él, tal y como
se descubrió con el paso de los días, todos los animales de Terreno.
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