Vuelvo en mí.
Gotas de sangre
sobre el suelo del patio.
Son mías.
Recibo una patada.
Lloro.
Mi sangre encharca
los adoquines hexagonales. Intento ponerme en pie, un golpe en la boca me lo
impide.
Mis labios
estallan.
Escupo.
Mi saliva es baba
y metal.
Las piernas no me
obedecen.
Tiemblo.
Lloro.
Veo los zapatos de
un grupo de muchachos, sus pantalones cortos, la diversión del patio del
colegio. Sé dónde estoy, sé quién soy, sé mi edad, sé que he intentado luchar.
A un cabrón
de octavo curso no le ha gustado que besara a su chica.
Merceditas.
Odio que mi madre
la llame así cuando Mercedes viene a mi casa. Es la hija de la vecina. Suele
dejarla con nosotros mientras va al economato del cuartel. Le dice a
mi madre que no le gusta cómo miran los soldados a la niña.
Yo también la
miro. Me gusta todo de ella desde que éramos pequeños. Me gusta todo de ella
desde que se ha hecho más mayor que yo.
Golpe en el
estómago.
El dolor
desaparece rápido. Ya apenas si siento nada.
Sé que Mercedes le
ha contado una mentira; que le ha dicho que estuvimos dándonos el lote la tarde
anterior en el parque de los tubos; sé que se lo ha contado para ponerlo
celoso; sé que ella está contemplando cómo me muele a palos y que no hará nada
por evitarlo. Desde algún lugar del patio, orgullosa, observa lo que un hombre
es capaz de hacer por amor.
Los príncipes
azules pueden ser unos hijos de puta. Las princesas también.
Escucho a Mercedes
deteniendo el combate. Es su voz de niña de octavo curso. Es su voz de cuando
lee en misa de domingo. Esa voz que no sé qué me hace.
El timbre.
El círculo que han
formado los muchachos para ocultar la pelea se disuelve. Permanezco
arrodillado. Siento cómo la sangre se mezcla con mis lágrimas, con mis mocos,
con mi vergüenza. Todo el mundo desaparece por el portón que da acceso a las
aulas. Mercedes no. Mercedes me mira. La veo mientras me incorporo y aguardo
que, al menos, me llegue una caricia suya, un agradecimiento por no delatarla, por
haberme comportado como un caballero... Cualquier cosa que sepa a recompensa, a
promesa, a beso.
Me ayuda a ponerme
en pie y eso es casi suficiente.
El cabrón de
octavo curso regresa al patio, contempla la escena, corre hacia mí.
Oscuridad.
Adiós al recreo.
Adiós al dolor.
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