Esta semana no he cumplido con mi compromiso respecto a esta
publicación.
Dicho compromiso consiste en un acuerdo interno, que firmé en un
despacho situado en un lugar muy presente de mi cerebro, y que, en lo general,
viene a constituir un código ético simple —intentar cumplir con la palabra
dada— y, en lo particular, lo que atañe a esta bitácora, exige respetar un
cronograma, unos límites de tiempo entre artículo y artículo, y una puntualidad
respecto a las fechas de publicación.
En teoría, puedo saltarme dicho acuerdo siempre que quiera ya que
soy mi propio jefe y, al ser el autor, estoy en mi derecho de no procurarme una
carga de trabajo añadida a la obligada, a la del día a día remunerado, a la de
la columna del sustento de mi familia.
¡Vamos! Que si una semana fallo, no escribo, no interpreto lo que he
sentido y no doy mi opinión; tampoco va a pasar nada grave ni se me va a echar
de menos.
Pero la realidad es otra. La realidad es que el principio del que
nace la confianza se apoya en la certificación de lo acordado, de lo ofertado y
de lo propuesto. Por lo tanto, si deseamos ser queridos o requeridos, debemos
intentar cumplir con esa palabra dada ya sea a un dios, a un diablo o a uno
mismo.
De manera que, para justificar este incumplimiento, este retraso,
os contaré qué me ocurre:
Se trata de algo interno, de un mensaje de alerta subconsciente avisándome de que, más
pronto que tarde, voy a perder el camino que me había impuesto. Ya sabéis:
destapar mentiras al enfrentarlas a la lógica sencilla de las ciencias, de las
letras y del sentido común.
El texto que publiqué la semana pasada, titulado “Etcétera”, sus
números positivos, y el saber que soy escritor y no periodista; me han indicado
un cambio de rumbo en la línea editorial de “Mentiras y desacuerdos” para
conducirla hacia el relato breve, hábitat literario al que he dedicado mi obra
publicada, sin abandonar por ello la crítica y la reflexión en las temáticas
que aborde en cada texto.
La motivación de este giro en la ruta también recae en algunos
acontecimientos ocurridos esta semana.
Y es que, tras asistir el domingo pasado a la representación de la
obra “Visiones de Margarita de Navarra”; tras ver a los estudiantes
universitarios manifestándose unidos contra una ley y un ministro que nunca se
ha planteado cómo le tratará la historia educativa y cultural de este país; y,
finalmente, tras recibir con entusiasmo las noticias de la sentencia del
tribunal bruselense, resguardando al ciudadano de las prácticas de la banca;
tras todo esto, como digo, he decidido transformar mi cabreo, evitar que me lo
conviertan en algo crónico, y transmitir desde la necesidad de seguir luchando,
un mensaje de esperanza en lugar de un mensaje airado y triste. Creo que esta
transformación la lograré con mis relatos y no con estas opiniones que, al ser
escritas, creaban un circuito cerrado de acritud e iban condicionando mis
propios puntos de vista sobre la vida.
No obstante, para tomar esta decisión, he tenido que aguardar y,
así, comprobar si ciertos fulgores en el ánimo se correspondían con la
realidad.
Vayamos por partes:
La asistencia a la representación de la obra “Visiones de
Margarita de Navarra”, me transmitió tal cúmulo de sensaciones
respecto a lo que significa la cultura o, mejor dicho, a lo que significa el
fervor por el hecho cultural; que terminó por bañarme en un aura que, hoy por
hoy, contradice la línea oscura que estaba acusando en mis opiniones.
Sin entrar en una descripción de la obra pero
aplaudiendo la brillante adaptación de un texto complejo a la hora de llevarlo
a la escena; lo que me ocurrió fue que, ante el derroche de imaginación vertido
en este teatro de linaje clandestino, descubrí —una vez más a lo largo de
mi vida— que la manifestación artística siempre se abre paso; es
imparable.
Aprueben la ley que deseen, quemen los libros que quemen, secuestren
y ajusticien a quien quieran; la cultura brota y, cada escombro con intención
de tumba, cada rescoldo con intención de incendio y cada sangre con intención
de silencio; se convertirán para ella en abono vivo, vigoroso y
virulento. La cultura, y su manifestación, es un valor que realmente atañe
al alma, a la espiritualidad del individuo, desmarcándose de cualquier
connotación religiosa pero en lucha continua por mantenerse eterna.
"Si desaparece el hombre, cantará el tigre", me
dije al salir de la sala, afectado por un brote repentino de mi propia
filosofía samurái.
Y, de pronto, me sentí feliz.
Días después, el 14 de marzo, los estudiantes universitarios se
echaron a la calle exigiendo el mantenimiento de sus derechos —los cuales,
no lo olvidemos, son los derechos de todos— y manifestándose en contra de la ley de este
filibustero político que es el ministro Wert.
Debo aclarar que no pretendo insultar al ministro al llamarlo
filibustero. Para ello, distinguiré este oficio de ese otro tan mitificado que
es la piratería. Y es que también se denomina filibustero a aquél cuyo ejercicio
es la obstrucción política o la estrangulación, como gestor, del futuro de un
estado. Todo ello abalado por la mente preclara de un presidente al que, como
le permiten fumar puros en su despacho, no se asoma a la ventana para ver qué
están haciendo sus validos con aquellos a los que deben proteger y de los que
emanan los poderes del estado.
La educación, la cultura y el deporte, en su categoría pública, no
pueden poseer un carácter recaudatorio. Y esto no sólo debe quedar claro,
debe aparecer en nuestro ideario como un principio cristalino: si existe un
factor discriminatorio —aún más en tiempos de crisis— es el dinero,
la economía familiar, lo que los padres pueden aportar para garantizar la
regeneración educativa y cultural de sus hijos.
Con esta ley, sabemos muy bien quienes van a ser los privilegiados
que van a poder permitirse dicha continuidad; no podremos todos, podrán sólo
ellos, los que se han empeñado en repetir su historia porque en esa
historia suya unos pocos se lo pasaron muy bien y una gran mayoría lo pasó
fatal.
Y recordemos, para finalizar, que la igualdad está garantizada en
ese manual de uso, al que tanto se recurre en política cuando conviene, que es
la Constitución Española. Se lee en el primer párrafo del artículo primero. No
hay que irse mucho más atrás para buscarlo. De manera que esta ley es
inconstitucional a todos los efectos y debe paralizarse luchando en la calle,
sin descanso, y en los tribunales, cuanto antes.
Ver la movilización, y su convocatoria en las redes, me trajo al
paladar el sabor de lo correcto. Porque ante la regresión impuesta nadie puede
permanecer inmune, nadie puede permanecer callado, nadie puede permanecer
sentado. Sed todos conscientes de lo que está en juego. Si no continuamos la
protesta se hará realidad aquella analogía que convertía los libros en
ladrillos.
Acto seguido llegó la noticia. La historia grande de los acontecimientos y, a su vez, lo que tiene de histórico la sentencia. Llegó más esperanza y más vida desde un tribunal de Bruselas.
Un tribunal, tan europeo como alejado de España; con
reglamentaciones que son de todos los europeos pero que, al parecer, sólo
afectan al ciudadano extramuros; con otra justicia que no es la justicia que nos
dan aquí; se había determinado por crear jurisprudencia en la defensa del ciudadano
español, le había pegado un corte de mangas a la banca, a los gobiernos de
derechas presentes y a los de izquierda pasados. Un corte de mangas que me supo
a la sal agridulce que esconden las lágrimas.
Y entonces, según escuchaba la noticia, la leía en las redes
sociales, en los periódicos y, más tarde, en los noticiarios televisados; sentí
una fuerza que no se correspondía con mi tamaño de grano de arena.
Sentí que cada vez que he escuchado la frase “Sí se puede” en las
manifestaciones, había detrás un empuje real y no sólo verbal. Pensé que el
esfuerzo de un único ciudadano, de origen marroquí, había paralizado el desahucio
de cientos de familias en España. Es más, a ese ciudadano, al que tantos
deberemos tanto, lo vi alegre y emocionado por una victoria que no lo ha
salvado a él, que no lo ha librado de la pérdida de su domicilio y que no lo ha
perdonado del infierno que le espera tanto a él como a a su entorno. También
dediqué un pensamiento a los salvapatrias de ideologías fascistas. No pude
imaginar cómo justificarán sus planteamientos a la hora de beneficiarse de esta
sentencia. Cosa que, sin ninguna duda, terminarán por hacer.
Y me pregunté que, si la lucha y la constancia de un ciudadano
había materializado semejante gesta, ¿qué no podremos hacer entre todos si no
nos damos por vencidos? ¿qué no podremos lograr si día tras día, con cada
despertar, el primer pensamiento que nos viste es la lucha contra los injustos,
contra los mentirosos, contra los timadores? ¿qué no podremos cambiar en contra de los que nos convierten en
campo de experimentación, en meros números, en puntitos que, vistos desde la altura
de una noria, interesan bien poco, o absolutamente nada, a quien sólo busca el
beneficio por encima de las posibilidades de este hogar llamado tierra?
Y una vez más, en una semana, me sentí feliz.
De manera que, ante tanto sentimiento positivo, me volví a poner
una vieja cazadora que guardo de otros tiempos (una prenda que de una manera
singular terminó por convertirse en un símbolo de unión y amistad), miré mi
edad en el espejo, sonreí —joven una vez más, cambiante una vez más— y recordé
que, como la poesía, si no decaemos, si tomamos conciencia del poder
democrático que tiene el pueblo y que no sólo se expresa en las urnas sino en
nuestra cultura, en las calles y en los tribunales; seguiremos siendo unas
armas cargadas de futuro que las otras armas, esas que poseen los de
siempre, no pueden ni saben detener.