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A mi madre, el ser humano más fuerte que he conocido.
(Manuel F. Torres)
Pequeña mía:
Ahora que
duermes, mientras la claridad comienza a deslizarse por las esquinas de la
habitación y, en la calle, la lluvia de noviembre impone su tristeza;
aprovecho para escribirte esta nota que pretende dejarte claras ciertas
cuestiones; no deseo que, a mis años, puedas pensar que flojean mis entendederas:
Ayer, cuando
lograste que me pasaran tu llamada; cuando escuchaste mi voz y yo escuché la
tuya; ambos presagiamos cada uno de los pasos que seguiría este proceso.
Ya sabías, por
ejemplo, que la entonación de tus palabras iría destruyendo la débil barrera de
mis excusas y que yo, al intuir el futuro placer de nuestro
encuentro, terminaría por subyugarme al placer incauto del pasado.
Cuando por fin
acordamos el lugar de la cita y el horario, sé que vislumbraste cómo enlazarías
tu brazo al mío y cómo, con esa naturalidad de novia cotidiana, conducirías la
lentitud del paseo hasta el vetusto café de Tina, ese antro de sombras que te
gusta tanto a ti como me disgusta a mí.
No había
llegado el auricular a su cadalso y ya aventuré, sin temor a equivocarme, que,
justo al entrar en el local, tu mano reforzaría el vacío de la mía y que, Tina,
que sigue lamiendo sus heridas, al verte entrar junto a mí, no ocultaría esa
rabia suya de perdedora acostumbrada.
Incluso puedo
asegurar que, ya en los pespuntes finales del maquillaje, al buscar remedio
para los posos del rímel; creíste que, entre cuchicheos, de puntillas,
suponiéndome ajeno; convencerías a esa vieja de que tu decisión era
acertada, que así se enfriarían los ánimos y que, gracias a mí, lograrías
mantener a salvo a esa comparsa tuya de ilusos y poetas.
No tuve
problemas para justificar mi ausencia en el despacho y, esperando el ascensor,
te imaginé sentada en nuestra mesa de antes, llegando al final de las
divagaciones; a ese instante, de regusto incómodo, en que abordarías el motivo
de nuestra cita para hablarme de este favor que sólo yo puedo apañarte.
Creo estar en
lo cierto si afirmo que, según buscabas tu recuerdo ante el espejo
exangüe, ya sabías que los efímeros zurcidos del abrigo, la amplitud de tu
blusa de domingo y el desgaste embetunado de los zapatos negros; terminarían
por delatar tu hambre y por provocar, definitivamente, el renacer anhelante de
la mía.
En la misma
puerta de la Dirección, aguardando la llegada de mi coche, planeé la forma de
doblegar tu voluntad, calculé la medida de tu aguante, el delicado goteo con
que numeraría nuestras intimidades y cómo éstas, convertidas en una traición a
vuestra causa, te harían claudicar ante el coste que sólo tú puedes pagarme.
Sé también que
ayer, ya de camino a nuestra cita, atrapada en los magreos y sudores del
tranvía; imaginaste cada uno de mis tactos y pretendiste que el placer, al
buscar entre huecos y eslabones, desgarraría los canales de tu asco, quebraría
tu conciencia y terminaría por calmar esas voces con que gritan los reproches.
Sin duda, al
reconocerme en la distancia, asaltada por el miedo y por las dudas, deseando
huir y marchando hacia adelante; te viste sentada en la cama de este hotel
nuestro, evitando mirarme, dándome tu espalda, permitiendo que, mansamente, la
suavidad de tus hombros deslizara tu blusa hasta las sábanas.
Por lo tanto,
al verte regresar, caminando hacia mí con la vergüenza arrastrada por los
charcos; predije que, llegado el momento, apagarías la luz y que, cuando mi
boca buscara tus sabores, cuando mis manos sonsacaran el temblor de cada culpa;
me venderías por nada ese ajuar de harapos donde apenas resiste tu
inocencia.
Y así, pequeña
mía, ayer, al situarnos frente a frente, mientras recurrías a las
frases ensayadas; ambos constatamos que todo volvía a ser como debió
ser siempre; que te haré regresar mañana, la semana que viene, mientras me
venga en gana; y que, cuando despiertes, cuando leas esta carta, cuando recojas
este documento con que libero a ese hombre que tanto amas; descubrirás, de una
vez por todas, el miserable futuro que te aguarda.
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