El autor no
tiene problema alguno a la hora de crear al protagonista. Tan sólo debe dotarlo
de vida, darle un sexo y fijarlo en el tiempo.
El personaje
será una mujer. Nacerá en la última década del siglo XX, en la era moderna.
El autor no se
entretiene en poner nombre a su heroína. Plantearse burocracias de ese tipo —o las
de la colocación, la talla y la salud del feto— suelen trastrabillar el buen
curso de la idea general. Se pierde el tiempo interviniendo en las mecánicas acostumbradas de la existencia; la vida de sus personajes no es más que un dibujo, de trazos gruesos y aleatorios, donde la pintura resbala, viaja y se entremezcla de orilla a orilla del lienzo. Él autor tan sólo se encarga de los detalles que diferenciarán cada una de sus obras. La reiteración del proceso genera el estilo.
Por lo tanto el nombre
de la protagonista llegará más tarde, cuando ocurra el nacimiento y sea
necesario concretar circunstancias, anécdotas y matices. Antes, mucho
antes, es preciso situarla en el amplio espacio terrestre y, así, darle unas características
raciales e idiomáticas.
El autor —que sin
haber estado en lugar alguno maneja innumerables datos—, se documenta para
decidir dónde vendrá al mundo su criatura. Y dado que los antecedentes
históricos le certifican que cualquier hecho que ocurra en África será
exuberante, complejo, humano, tribal, primitivo y profundamente corrupto;
escoge este continente como su mejor expectativa.
Pese al cúmulo
de estadísticas y reseñas, toma algunas medidas a vuela pluma y, sin plantearse
consecuencias colaterales, cuadra latitudes y longitudes buscando un único objetivo: la
localización exacta del nacimiento debe hacer factible el final que ha pergeñado para
su personaje.
Escoge un país,
una población, una manzana y una casa. Elije a un padre y a una madre con
condicionantes salubres aceptables. Planifica la intersección de gametos, y,
promoviendo acontecimientos que permitan sortear los inconvenientes dramáticos
que afectan a la pareja, deposita en sus vidas el germen de la protagonista.
Las opciones
del embrión, a la hora de ser implantado en su recorrido social, serán las
mismas que las de todos los personajes que en el mundo han sido: el recreo
festivo de los ricos, los jardines caducos de las clases medias o los siempre sobrecargados
estercoleros de los pobres. En definitiva, para el autor también resulta
sencillo tomar esta decisión. El autor sabe complicar la vida de sus personajes con
independencia del ambiente donde se concierte la tinta indeleble del carácter. Sobre
semejante facultad apoya su privilegiado método argumental. Procura que lo
improbable se haga real, sorprenda y mantenga floja la cuerda del suspense. Es gracias a una fórmula binomial, donde lo imposible prevalece sobre lo posible, como renueva temáticas de manera
indefinida.
De este modo,
hace girar la pequeña ruleta que desencadenará peripecias y eventualidades en la
vida de esta niña que, ahora, en 1993, recién nacida, trae a un mundo oscuro un
llanto que recorre la minúscula estancia donde apenas cabe un jergón y dos
sillas, y que, como este rayo de luz que golpea su frente, se cuela por las mismas
rendijas de una contraventana destartalada y se disuelve en el anonimato de la memoria y el olvido africano.
El autor
convierte a la niña en el primer vástago de una familia de seres sin más
historia que la de permanecer vivos. Al igual que sus ancestros, el padre y la madre no han hecho
otra cosa que sobrevivir hasta convertir esta cualidad animal en un legado
inhumano pero plausible. Sus mayores logros han consistido en trasladar sus
pertrechos desde la aldea a la metrópolis, integrarse en el cenagal de una sociedad putrefacta y efervescente, y
transformar sus costumbres milenarias en meros rescoldos paganos.
Y es en este
punto donde el autor deja libre a su protagonista, la abandona a merced de hambrunas, sequías,
plagas y guerras; para retomar su plan veinte años después, cuando los impulsos de la joven ya han sido domados por la realidad.
Queda cercano
el día de su muerte, la culminación de la estrategia establecida desde el inicio de la historia.
El autor introduce
un giro de acontecimientos y permite que, durante una escaramuza militar en la
zona, sea violada por varios guerrilleros. Impide que la asesinen al concluir
su juerga castrense puesto que uno de ellos, justo cuando los machetes se alzan sobre la
cabeza de la muchacha, detiene la ejecución y recuerda las órdenes del alto mando con su táctica para
variar la genética del enemigo.
Así, el
autor logra que la joven quede embarazada. El siguiente paso es tan sólo
consecuencia del miedo: la protagonista es repudiada por sus padres para evitar males
mayores: nunca se sabe qué nueva ley puede decretar el nuevo dictador —o de
qué puede ser acusada por su ejército policial— si llega a determinados oídos que la
futura madre lleva en su vientre la sangre del enemigo.
Ya en esta
tesitura, el resto del plan y el final pretendido se sucede y llega con extremada facilidad.
La joven vaga
durante días por la altiplanicie desértica. Busca la antigua aldea de sus padres; el refugio, el secreto y la piedad de su clan. Perdida la
orientación y el ánimo, la joven cae extenuada a un lado del camino. El hambre, la sed que
acumula, se arraiga en el cansancio de su alma; el calor virulento compite con el frío que
recorre sus huesos; el sudor se le confunde con las lágrimas hasta que toda humedad se seca y, deseando que esta derrota sea la última, comienza el
delirio.
Entonces, el autor se manifiesta.
Persuade la
inconsciencia de la joven con las voces de un buen sueño. Las resonancias del
mismo crean imágenes etéreas y, entre sonidos y visiones, muestra un lugar al
otro lado del mar donde su hijo podrá crecer libre y fuerte, donde todas las
razas conviven y prosperan, donde los alimentos son sanos y repletan los
mercados, donde la policía y el ejército protegen a los ciudadanos, donde la religión no es tabú ni obligación, donde
realmente se cumple lo que decide el pueblo, donde los políticos no se
enriquecen saqueando el fruto de los impuestos, donde la enfermedad se cura porque debe curarse, donde todos aprenden lo que debe saberse del mundo, donde las
personas no sólo tienen una oportunidad sino muchas, donde todo lo bueno que
falta, más pronto que tarde, llega y satisface.
El autor ve
cómo su creación sonríe antes de que lleguen los primeros estertores y es, en este
preciso momento, cuando, a lo lejos, levantando el polvo del camino, hace aparecer
una vieja furgoneta; es en este preciso momento cuando coloca al volante a dos
jóvenes monjas de una misión cercana y clandestina; es en este preciso momento cuando una de
ellas descubre a la protagonista tumbada junto al sendero, es en este preciso momento cuando las hace
detener la marcha junto a ella y es, en este instante final, mientras las dos religiosas
le dan de beber e intentan reanimarla, cuando el autor susurra dulcemente a su
criatura el único nombre que importa en la estrategia de esta historia:
Lampedusa…