Lo de escribir la opinión de uno, cada siete días, resulta ser un asunto saludable, práctico y estimulante.
Aquel que publica semanalmente no se ve atrapado en la vorágine de lo diario; en el exhibicionismo de los conocimientos a bote pronto; en la premura de la noticia que, al ser redactada en tiempo récord, lejos de mantener la neutralidad sobre los hechos, deja asomar nuestro punto de vista parcial.
Aquel que publica semanalmente no se ve atrapado en la vorágine de lo diario; en el exhibicionismo de los conocimientos a bote pronto; en la premura de la noticia que, al ser redactada en tiempo récord, lejos de mantener la neutralidad sobre los hechos, deja asomar nuestro punto de vista parcial.
Quien, como digo, puede pensar, escribir y publicar semanalmente; adquiere
perspectiva sobre lo acontecido y su juicio de valor es más certero. Por eso me
siento cómodo publicando esta bitácora primeriza una vez a la semana. Sé que de
este modo opino sin estar enfurecido, sin el cabreo que genera vivir con la
noticia anudada al cristal de las gafas, persiguiéndote en el autobús, en el
taxi, en la conversación del amigo y del enemigo.
Porque una cosa es que las noticias sean pésimas y, otra muy diferente, es que
las noticias pésimas te persigan. Cuando te persiguen las malas noticias no
existe manera de esquivarlas. Ya te ocultes en un iglú ártico o ejerzas de
anacoreta en un monasterio nepalés; los malos comunicados terminan por
encontrarte.
De manera que esta semana el pesimismo ha dado con mi paradero. Día tras día,
noticia tras noticia, injusticia tras injusticia; me ha sido imposible
sortearlo. Ese factor de desanimo ha finalizado su labor con la construcción de
un pandemónium, vergonzante, cuyo punto más elevado lo ha coronado la declaración
leída, (sin preguntas, sin respuestas y desde un monitor que recordaba la
imagen desoladora del Gran Hermano orwelliano), del presidente del gobierno
español haciendo referencia a los archiconocidos "papeles de
Bárcenas".
Dado que, por una serie de idas y vueltas de mi profesión, me he visto en la
tesitura de realizar campañas audiovisuales para dirigentes políticos; y dado
que esto implica tratar con ellos, escribir para ellos o trabajar con sus asesores, con esos
leales mercenarios, encargados de proteger las palabras de los líderes de sus
peores enemigos, es decir, de los pensamientos propios; puedo asegurar que me
conozco el paño.
Sé lo que significa que, en medio de semejante pantomima, el actor principal se
retrasase en no menos de una hora sobre lo previsto y anunciado; sé lo que
significa que este gobernante nuestro manejase unos papeles con su discurso
impreso y que, en definitiva, lo leyera; sé lo que significa que explicase el
motivo de la lectura, que transmitiese tics nerviosos propios de un mal jugador, que esquivase los nombres claves, que tirase de argumentario
interno, que lo camuflase entre tropos... y, como colofón, sé lo que significa
que diese paso a unas preguntas que nadie, salvo sus ministros, barones y
ministrables, iba a poder realizar.
Y lo que significa es muy simple y obvio: se tiró de estrategias de
comunicación.
Para que la estrategia cumpliese sus objetivos, dio lo mismo el retraso, dio lo
mismo lo criticable que sea que el presidente de España hable desde un plasma
de televisión, dio lo mismo que el actor se sintiera marioneta y que,
conteniendo las palabras que deseara decir, se le escapasen contracciones
gestuales involuntarias; dio lo mismo que ese hombre, aferrado a la presunción
de inocencia, fuese inocente en realidad. Por si acaso, la táctica debía
blindar la intervención. Lo declarado debía ser infalible. Ya se tuviera que
ensayar mil veces la lectura del guión, la estrategia debía funcionar. Estaba
en juego algo a lo que sí hizo referencia el presidente en su señuelo: la
habitabilidad del país.
Al leer y no responder, la estrategia marcó camino y no se detuvo en filtro
cerebral alguno.
Se lee, por tanto, con contundencia, sin dar tiempo a las dudas ni a las malas
pasadas de los nervios. Se lee de forma mecánica y estudiada, siguiendo la
batuta del asesor que en los ensayos marca una repetición y un énfasis en
determinados conceptos. "Es falso", repitió el presidente con una
vehemencia poco acostumbrada en él.
Incido en este factor porque Mariano Rajoy, para referirse al peligro que se
cierne sobre España, en el supuesto de llegar a saberse algún día la verdad,
leyó algo que sólo se le puede ocurrir a un buen escritor, experto en
comunicación política, y se expresó como un consumado orador. Y este presidente
no es ni lo uno ni lo otro. Para dar fe de ello tan sólo tenemos que recordar
el memorable episodio durante la entrevista con Pedro J. Ramírez y aquel hecho "notable".
Y así, imperceptiblemente, se puso en peligro toda la estrategia diseñada para
salvar la cara y las partes pudendas de los integrantes de la cúpula del
partido. Sus asesores debieron estimar que resultaba bastante improbable que,
dada la gravedad del momento, alguien atase los cabos entre lo dicho y el
factor humano que define a quien lo dice. Pero, por si las moscas, por si
alguien se siente intrigado y desea mirar donde no se debe, se crea un acceso
secreto, se coloca una estantería giratoria para cubrirlo y se deja a la vista
el libro que la activa.
Se ha de decir que los que nos dedicamos a cosas de éstas (todo es marketing al
fin y al cabo), no somos infalibles y cuando culminamos una campaña encendemos
mil velas, o nos tomamos mil copas, o no dormimos, muertos de miedo por si la
cosa esa, la táctica que hemos inventado, al final, no funciona.
Es sencillo de entender: el trabajo de los estrategas políticos, pese a quien
pese, son los planes de batalla y, por más vueltas que se les dé, los planes
siempre tienen puntos flojos. Por esta razón los estrategas crean planes B,
pasadizos y subterfugios con los que intentar evitar lo impredecible. Pero lo
impredecible adquiere su cualidad por esa pelea eterna con lo probable y,
también por esta razón, los estrategas asumen que alguna de sus defensas puede
fallar. No saber cuál, les lleva a las mil velas, a las mil copas, o al
insomnio, antes de que todo se ponga en marcha. Es aquel momento antiguo del
padre aguardando en la sala de espera a que nazca su hijo. Insoportable a buen
seguro, pero igualmente maravilloso si todo sale bien.
Existen latinajos que nos explican que una excusa no pedida es, en sí, un reconocimiento de culpa. Pero la realidad es otra si llegas a tu exposición con seis agujeros en el blindaje y quieres disimular el más grave, el que evidencia lo que está ocurriendo más que ninguna otra cosa. Más allá del plasma, más allá de la ausencia de preguntas, más allá de la argucia de una nueva conspiración; lo que había que ocultar el sábado pasado, a toda costa, era el hecho escueto de que el presidente de España estaba leyendo. Y bien que lo lograron. La sociedad y los periodistas están tan acostumbrados al "formato" que nadie ha destacado este hecho como algo a tener en cuenta y, por lo demás, entre los televidentes a los que he preguntado, la lectura del presidente me la calificaron como algo normal. Me atrevería a asegurar que nadie vio nada raro en esa acción. En otras sí, pero en esa no.
Objetivo cumplido.
Pues bien, como un mago dotado de esa varita mágica que era su guión, el presidente del estado español acusó a toda la oposición de no respetar la presunción de inocencia, imprescindible para todo ser en tela de juicio. No contento con esto, también acusó a la oposición de
estar a punto de lograr que nuestro país fuera inhabitable.
Esa palabra, inhabitable, la leyó con todo el mal que encierra. Esa palabra,
bien lo saben nuestros mayores, no la puede pronunciar un presidente demócrata
porque significa lo que significa. Pero él la leyó gracias a que un escritor y
un estratega la habían vestido con un eufemismo permisivo.
Les ruego que vean una vez más la intervención. Resulta escalofriante atender
al mensaje cuando le has quitado el parapeto. Y, pese a todo, debo reconocer
que la fórmula empleada es una obra de arte.
Leyó la palabra, la escuchamos, pasamos de largo porque llegaban más palabras;
y logró que un miedo etéreo, indefinible, subliminal, nos hiciera pensar que si
continuábamos exigiendo la verdad seríamos los culpables de lo inhabitable.
Toda una obra de arte...
Por esta razón, lo más importante para los estrategas, los que escribieron esa
palabra en el discurso de Rajoy, era disimular el quid de la cuestión. Piensen
esto con serenidad lógica: el día en que el presidente de un país se está
jugando la habitabilidad de su estado, tiene que recurrir a una redacción
amplia (no a unas notas, no a un esquema) para poder decir la verdad.
Lo diré con más claridad aún: el presidente necesitó una estrategia para ser
sincero.
Y es ahí donde se desmonta todo. Porque la verdad es sencilla, es la que es y
no otra, no se puede manipular porque entonces es mentira, no es ambigua, es
única; y, por tanto, no necesita estratagemas, tácticas, textos, consultores,
asesores de imagen, golpes en el pecho o cualquiera de esos elementos que vimos
retransmitidos, que nos han mostrado una y otra vez, que han analizado hasta la
extenuación en múltiples y orwellianos plasmas de televisión.
Porque la verdad siempre está desnuda y la declaración del presidente de España
no es otra cosa que una manta de retales, un búnker levantado con la escoria del
ladrillo, un fraude con ánimo de chantaje confeccionado por la mano de un
asesor.
Ni Mariano Rajoy ni sus bien pagados consejeros tienen derecho a jugar unas
cartas que nadie les ha regalado y que, ante todo, no se pueden comprar. Y este
sábado pasado lo hicieron. Las jugaron. Nos negaron la verdad y nos amenazaron
mostrando la hipótesis, el farol, de un país inhabitable.
Pero lo habitable no se pone en juego, es nuestro, es de todos...
De ellos, de las agrupaciones políticas, es la gestión efímera de lo nuestro. Así lo manifiesta el pueblo en las urnas, así lo manifiesta el pueblo mostrando su indignación y sus tragaderas de una forma pacífica y, así, nos toca fastidiarnos por mucho que se nos engañe en las campañas electorales y en el ejercicio de gobierno. Eso es lo demócrata. Eso es lo habitable. Eso es lo que nunca puede ser arma en manos de un político. Eso es lo que, cuando se utiliza en un órdago echado a la ligera, puede dar al traste con toda la partida y es, también, lo que delata a los malos jugadores.
De ellos, de las agrupaciones políticas, es la gestión efímera de lo nuestro. Así lo manifiesta el pueblo en las urnas, así lo manifiesta el pueblo mostrando su indignación y sus tragaderas de una forma pacífica y, así, nos toca fastidiarnos por mucho que se nos engañe en las campañas electorales y en el ejercicio de gobierno. Eso es lo demócrata. Eso es lo habitable. Eso es lo que nunca puede ser arma en manos de un político. Eso es lo que, cuando se utiliza en un órdago echado a la ligera, puede dar al traste con toda la partida y es, también, lo que delata a los malos jugadores.
Esa es, finalmente, la estrategia que el presidente y su cúpula decidió
utilizar ante un pueblo al que juró servir. Esa es, también, la catadura moral de aquellos que venden lealtad cuando, como al escorpión de la fábula, su carácter
los define como mercenarios.
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