Fidelio Martínez pisó
el primer escalón con aquella naturalidad aprendida que pausaba la cadencia de
su porte y le otorgaba un matiz liviano, casi etéreo, a la hora de subir a las
tribunas y dirigirse a la población que gobernaba.
Había utilizado en
tantas ocasiones la comparativa bíblica entre la existencia y el ascenso por
una escalinata, que quiso, aunque fuera en los últimos lances de su vida,
predicar con el ejemplo.
“Los primeros
peldaños ―se había dicho a la espera del aviso―, se deben subir con presteza pues
la intuición nos engaña con la esperanza del descanso a la mitad del proceso.” “Bien
sabe Dios ―concluyó mientras se abotonaba la guerrera― que el único reposo del
hombre es la muerte y que a su encuentro se debe llegar agotado, con la lengua
por fuera”.
Cuando alcanzó el
tercer escalón, escuchó la ovación y se sintió animado. Una vez más su pueblo
se congregaba para vitorear su nombre. No obstante, como la costumbre dominaba
su lenguaje corporal, no tuvo la deferencia de dirigir una mirada a sus fieles,
aquella muchedumbre impersonal que lo había acompañado desde que apretara el
primer gatillo y cayese el primer enemigo.
Antes debía llegar
a lo más alto para que los de abajo reconocieran la auténtica envergadura de un
líder.
Ya pasado el cuarto
peldaño, mantuvo la bizarría de su rango pese a notar cómo el pasado se le
agarraba a la pechera y le hacía reflexionar sobre lo vivido.
En el sexto tramo de
la escalera, los ojos se le llenaron de recuerdos y se remontó a los campos de
batalla, a la vanguardia de aquel grupo de campesinos desarrapados que se
convirtieron en sus hermanos de armas; avanzando y retrocediendo según fueran
enumerándose las bajas; luchando por un ideal sencillo, asimilable hasta para los
oligarcas que oprimían a su gente y a todas las gentes del mundo.
Dedujo que su
zapatero no se había esmerado al tratar la horma de las botas nuevas. Ambas le rozaban
los meñiques al llegar al octavo peldaño. Pronto comenzarían a sangrar. El
clamor de la multitud no alimentaba su ego lo suficiente como para lograr
eliminar esa sensación incómoda. Ciertamente, el clamor de la multitud no era
capaz, siquiera, de acallar ni el crujir de la madera que pisaba al ascender
con su parsimonia arrogante de jefe de estado, ni aquel otro sonido, distante
en el tiempo pero cercano en la memoria, del fragor de sus hordas asaltando la
capitanía general para evitar que lo lincharan cuando, ya de vida, no le
quedaba más que el peso de sus propias carnes, la rectitud de su osamenta y las
heridas de sus pies descalzos.
En el décimo
escalón, la vejez le jugó la celada del cansancio y, al intentar recuperar el
aliento, se recordó en aquel viejo cadalso de la capitanía mientras el verdugo
cernía la soga sobre su cabeza, mientras un sargento anónimo le instaba a
pronunciar su último testimonio, mientras orgullo y rabia se tornaban en algo
que él, Fidelio Martínez, confundió con la más ingrata de todas sus
clarividencias: “Me he rodeado de los mejores y no he podido evitar esto”,
susurró al tiempo que cedían las empalizadas y sus camaradas, a carne, sangre y
machete, le evitaban la muerte.
Llegar al graderío
le supuso un esfuerzo titánico. “Hoy se me sublevan hasta las tripas”, pensó
cuando un retortijón le condujo a la garganta una bocanada de hiel. Contuvo la
amargura y avanzó hasta situarse frente a frente con su pueblo. Allá abajo, a
sus pies, Fidelio Martínez pudo contemplar los resultados de su obra: observó a
la muchedumbre enfervorizada gritando cientos de consignas que se amalgamaban
en un estruendo monocorde; un tanto más lejos se alzaba la silueta de la
capital rota y herrumbrosa bajo el asalto de la miseria y la desidia y, unos
kilómetros más al norte, el océano que, sin tregua, devolvía a las costas los cadáveres de los
disidentes a su mandato.
Se sintió
desfallecer. Las manos fuertes y anónimas de un sargento impidieron que se
desplomase sobre la tarima y, poco a poco, lo hicieron retroceder hasta un
punto concreto y bien conocido.
Mientras el verdugo
cernía la soga sobre la cabeza del dictador, el sargento le instó para que
pronunciase sus últimas palabras. Fidelio giró la cabeza e intentó sin éxito mirar
en la mirada de sus generales. Todos ellos se alineaban en el lateral derecho
del viejo patíbulo de la capitanía, convertida ahora en santuario de la
revolución; todos ellos con sus mejores galas, todos ellos con las impolutas
condecoraciones a méritos supuestos, todos ellos con sus amplios estómagos, sus
refinados bigotillos y sus negros espejuelos. Entonces Fidelio Martínez esbozó
una sonrisa y comentó: “También me rodeé de los peores y no pude evitar esto”
Al abrirse la
trampilla bajo sus pies, aquel revolucionario, aquel militar, aquel dictador y
aquel hombre de negocios; tuvo un instante de lucidez y determinó que la soga
que profanaba su vida para siempre, se concretaba en la única circunstancia que
se le había mantenido fiel hasta el final de los tiempos.
Ya con el último
estertor de sus pulmones, comprendió la dichosa frase de ese tal Ortega
Nosecuantos del que tanto hablaban sus enemigos.
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