Ya se han dicho y escrito la mitad de la mitad de los panegíricos
que se debían decir y escribir de él; ya se ha hecho la mitad de la mitad de
los homenajes póstumos que se le podían hacer; ya no queda más por hacer que no sea curiosear
entre recuerdos y documentos para conocer la mitad de la mitad de todo cuanto
hizo Bowie.
Ahora -en esta extraña misión que nos imponemos los seres humanos cuando
mueren los mitos- sólo queda amplificar su historia y los milagros de su
infrahistoria para que la evangelización surja y, con ella, su efecto llegue a
esas masas que nunca se interesaron por su obra. La beatificación queda cerca, a sólo una parada. La ascensión dependerá en breve de esa tremenda mayoría compuesta por consumidores descontrolados y carentes de sentido crítico que prestarán atención al titular, al reportaje de a minuto en los noticiarios; que se apuntarán al comentario mínimo y al hashtag sin detenerse a escuchar y a recapacitar sobre lo que supuso esta supernova de la
oscuridad en la historia del arte.
La maquinaria del show business ya construye su particular
tabernáculo y los ejecutivos engrasan los engranajes de la caja registradora.
La muerte de lo único es tan rentable para ellos como la ruina de los
prescindibles.
La hamburguesería ha abierto sus puertas, pasen y deglutan lo que
hemos matado entre todos.
Porque ya os aclaro que a este ser de otro mundo
no lo ha matado el cáncer, lo hemos asesinado nosotros. Si no a él sí a su espíritu. Le hemos metido un tiro
por la espalda tal y como acostumbramos cuando alguien nos ofrece una creación
visionaria del futuro, cuando el individuo es individual, cuando el ser no se
adocena en la huevera. Le hemos acribillado con cada edición de un Gran
Hermano, con cada estantería de Ikea, con cada baile del caballo, o con cada
barba hipster sin aullido, sin camino, sin contenido...
Por mi parte lo voy a dejar tan claro como me es posible: a mí no
me gustaba Bowie; a mí, a veces, me gustaba Bowie; a mí, sin saber cómo, me iba
entusiasmando Bowie; a mí, por las buenas, me reventaba los cojones Bowie; a
mí, como si me pegasen un puñetazo de pura envidia, Bowie me hacía bailar en
las cuerdas flojas de cada idea; a mí, como si un rayo supiera circular por mis
venas, Bowie me hacía amar y odiar cada paso que daba, cada canción que
interpretaba, cada una de sus sorpresas y cada uno de sus sustos hasta que, un día raro, mecanizado el punk y el rock y el tecno y el funky y el jazz y el blues y hasta el folk; se quedó solo en el pódium de mis guías, de mis referentes musicales, condicionando la pregunta final a la hora de enfocar una nueva creación, o mi
aspecto personal, o lo que se podía o no se podía hacer, o, incluso, mi forma
de experimentar con mis grandes pasiones y mis pequeñas adicciones; una pregunta que siempre era la misma: ¿cómo lo
haría Bowie?
Y no hay nada en esta pregunta que refrende un deseo de imitación
sino, al contrario, define mi intención adolescente y perpetua de no ponerme en
fila, de ser inconsecuente, de permanecer incongruente ante la congruencia de las modas, de gritar más alto que las leyes de la vida, de cagarme en todos los dioses de la creación en conserva, de romperme los cuernos contra todos los muros del
dictado, de darle la vuelta a las pieles de la mercadotecnia, de intentar por todos los medios no ser tú aunque
te comprenda, de no ser parte de ninguna mayoría, de morirme con un beso de puro individualismo, de pura
contracorriente, de pura indisciplina artística.
Vosotros veréis qué hacéis, yo, en estos asuntos del pensamiento, de la creatividad o del arte, prefiero seguir siendo
asesinado por el simple hecho de ser otro chico
raro en este colegio que habitamos.
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