Lo peor de todo es que, así por las buenas, se veía obligado a dar
explicaciones.
Ese ligero contratiempo había generado una duda y ésta, al lanzarlo al
barrizal de la incertidumbre, había terminado por engullir el ánimo con que
inició su aventura literaria.
Del mismo modo que un profesor instruye sobre teorías, sin matizar cuál es
su forma de llevarlas a la práctica; él deseaba explicar pero no dar
explicaciones. Ante todo, la verdad narrada debía justificar sus actos y la
nación debía asumir las consecuencias de los mismos con la benevolencia de
un dogma de fe.
Era lo acostumbrado.
Miró el folio en blanco, luego se centró en el gavilán de la estilográfica
que reservaba para las grandes ocasiones y, triste, detuvo el lento recorrido
de su atención en el paquete, intacto, de papel verjurado.
A continuación, con un resoplido, extrajo una llave diminuta del bolsillo
superior de su batín y se aplicó a la tarea de abrir un cajón secreto de su
escritorio. Manipulando con la llave en una esquina del mismo, logró que se
abriera un compartimento perfectamente simulado en la delicada marquetería del
mueble. Quedaron a la vista un revólver, una cajetilla de cigarrillos y un
mechero de oro. Con un ligero gesto de fastidio se llevó un pitillo a los
labios y lo encendió. Acto seguido se hizo con su bastón, se incorporó del
asiento con un esfuerzo tembloroso y, arrastrando gruñidos con cada uno de sus
pasos, avanzó hacia el gran ventanal de la estancia que daba acceso a uno de
los miradores del palacio.
Ya en el exterior, expeliendo el humo del cigarro como si fuera un suspiro,
se dijo que por aquel mismo despacho habían pasado pintores, escultores y
fotógrafos decididos, todos ellos, a extraer con sus artes y técnicas su lado
más humano. “¿Cuál sería ese lado?”, se preguntó mientras los matices de la
ironía le dibujaban una sonrisa.
“¡A la caza del lado humano!”, solía exclamar cuando la convocatoria de los
artistas aparecía en su agenda.
Aconsejado por sus asesores de imagen, había convertido esta práctica en
una obligación de periodicidad semestral. Pese a que, en un principio,
descalificó la parafernalia que se organizaba en derredor suyo, con el tiempo
se acostumbró y, ya de buen humor, terminó aceptando los protocolos del
maquillaje y del vestuario. Según su forma de ver las cosas, para fijar lo
efímero en la memoria de lo eterno, no quedaba otra que hacer de tripas corazón
y dedicar algo de su tiempo al ejercicio de posar.
En realidad, con el progreso de su mandato, pintores y escultores
desaparecieron de las convocatorias y todo el trabajo pasó a manos de los
fotógrafos y de los realizadores de televisión. No más de cuatro horas bajo los
focos proporcionaban al resto de artistas material de sobra para reconstruir la
evolución de su semblante y su figura. Un “póngase aquí, señor”, un “levante el
mentón”, un “relaje el gesto”; ejercían sobre él una labor didáctica que vertía
sus resultados en el formulario de las maneras y posturas que más podían
agradar a su pueblo. Con aquellas cuatro horas, y siguiendo a pies juntillas el
formulario, se podía resumir todo un año, incluso dos o tres.
Pero, de improviso, el diagnóstico lo había cambiado todo. La vida le había
impuesto a destiempo un tercer acto con el anuncio de su muerte
inmediata. Una muerte sin concesiones, sin retraso alguno. No existía, ni se
hallaría con la celeridad precisa, un remedio que retardase la ejecución
prevista por el gabinete médico.
Por lo tanto, haciendo honor al sentido práctico que siempre le había
caracterizado; al poco de recibir el dictamen dejó a un lado todo aquello que
tuviera que ver con su imagen física y decidió que había llegado el momento de
mostrar su perfil intelectual. Debía poner por escrito el proceso que había
cincelado su pensamiento y su alma a lo largo de los años.
Resolvió escribir sus memorias con premura. El disfraz con que el entorno
familiar cercano había blindado su enfermedad, se degradaría con rapidez. A
nada que su gabinete, los partidos y los medios de comunicación, se preguntarán
por el motivo de tanta ausencia; el resto de su vida devendría en noticia, en
urgencia, en comparecencias, trámites, preparaciones, misas y renuncias.
Todo ello, en su conjunto, supondría una merma considerable en el tiempo
libre destinado a la escritura de una obra que —aún adquiriendo su publicación
un carácter póstumo— no debía encargarse a biógrafos e historiadores. Los unos
y los otros podrían especular con las causas y los efectos de su mandato pero
nadie, salvo él mismo, podría imaginar, ni de lejos, la realidad que oculta un
líder. Su testamento sería esa realidad, escrita sin omitir detalle, abierta en
canal para que su sangre empapase la venda de esa ciudadanía que, a lo largo de
los últimos años, le había dado la espalda.
El manuscrito debía llegar al editor y, sin transcribirse, se debía
publicar. Una obra de semejantes características aumentaría su valor pese a
obligar al lector a descifrar lo intrincado de su caligrafía. Al mismo tiempo,
el método escogido garantizaría que nadie pudiera infectar con correcciones el
documento donde expondría el devenir de su vida, de sus razonamientos, de sus
actuaciones y, ante todo, de los secretos que atesoraba y que lastraban su
conciencia al ocultarlos. Sí, el texto saldría de su puño y letra porque sólo
de su puño y letra se podría dar crédito a la verdad.
Solía pensar —y deseaba aclarar esto por escrito— que no había
regido para aquellos que lo aceptaron; que no lo había hecho para los que no
desearon nunca su llegada al poder y que ni siquiera, por más vueltas que le
diera, lo había hecho para mantener las necesidades de los que viven en estado
de tránsito, más interesados en ganar el sustento diario, en seguir el camino,
que en hacerse preguntas.
En definitiva y siendo realista, durante todos los años que había durado su
mandato, se había dedicado a gobernar no a un pueblo sino a sus políticos.
«La política no importa; tampoco importa la muchedumbre que cree decidir
algo cuando se les pide el voto… Importan los políticos —había comentado con su
esposa la noche anterior—; importan los que llegan al hemiciclo, tan sólo los
que llegan, no los que les hacen llegar. La élite se sienta en los escaños, los
demás se sientan en el váter. Sólo a ellos se les debe gobernar si deseas que
todo vaya bien. Los empresarios, los banqueros, los curas o los militares no
tienen nada que hacer en este asunto aunque ellos crean que sí.
»Con que el pueblo encontrase a un solo político con carácter, con dignidad
y sin una ambición desmedida por el poder; con que las gentes encontraran a uno
sólo que cumpliese esos requisitos y lo sentaran en la presidencia del estado;
darían al traste con los manejos, los intereses y las matanzas que promueven
los poderes fácticos. Un gran político, querida, incluso daría al traste
contigo y conmigo— advirtió.
»Por fortuna —concluyó antes de tomarse el calmante nocturno—, no existe
ese ser y, al no existir, al pueblo sólo le queda la pureza de Dios y la mía.
En eso nos va el cargo. Pero —y así dio por terminada su disquisición— ¿a ver
quién se lo explica a toda esa muchedumbre?».
Ante el temor de que la muerte llegase anticipada, se puso manos a la obra
a la mañana siguiente. La escritura de sus recuerdos, y su publicación
irresoluble, calmaría la ansiedad que lo atenazaba. Morir sin más, desaparecer
del presente y convertirse en un preso del pasado, lo convertiría en carroña
periodística, criticable e indefensa, de no poner remedio cuanto antes.
Sin embargo, allí estaba a la una de la madrugada, asomado al balcón
mientras daba las últimas caladas a un cigarrillo que tenía completamente
prohibido; sitiado por las dudas y sin haber escrito una sola palabra, sin
haber llegado a arrugar el primer folio de sus memorias.
Y todo ello porque, en su afán por contar la verdad, no había valorado que
no existía forma humana de argumentar sus actos y evitar las explicaciones.
Miró hacia el cielo opaco de la noche y pensó en Dios. Sin duda era Él, en
su inmensa sabiduría, quien lo había puesto al mando y, ya que su poder lo
iluminaba, también lo eximía de justificarse ante nadie.
Tiró el cigarrillo y observó su caída en espiral hasta el jardín. Desde la
ciudad le llegaban los ecos de las sirenas y las cargas policiales. Regresó al
interior del despacho, cogió los folios en blanco, el tabaco y el mechero de
oro y los introdujo en el compartimento de su escritorio. Al hacerlo, empujó el revólver y éste giró sobre el tambor. Miró el arma durante unos segundos y, finalmente, asiéndola con firmeza, la
introdujo en el bolsillo derecho del batín. Hizo una pausa para reafirmar
su decisión, cerró el cajón secreto y, a continuación, elevó las llaves con su
tintineo metálico sobre la boca abierta de la papelera. Se deleitó con el gesto
como quién ofrece una galleta a un perro saltarín y, regodeándose travieso,
dejó caer la llave en la papelera.
Se dirigió hacia la puerta del despacho y, al abrirla, se giró con
parsimonia para observar el espacio donde se había mostrado tantas veces a su
pueblo. Rebuscó la nostalgia de otros tiempos mejores entre presentes, ornamentos y recuerdos. Pero no encontró gran cosa. Al finalizar su examen, tiró
lentamente del pomo, cerró la puerta con sigilo y marchó hacia el dormitorio
resignado a morir en silencio o a vivir eternamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
DEJA TU COMENTARIO
Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos necesarios están marcados